09/11/2020

Estados Unidos: la reconstrucción colectiva del "We The People"

La tradición bipartidista liberal-conservadora de los Estados Unidos tuvo siempre una tensión doble: demócratas y republicanos reflejando dos culturas políticas gravitantes, de izquierda a derecha, que sus líderes se encargaban de moderar al momento de competir por la Presidencia. Eso cambió con Donald Trump, que pateó el tablero, radicalizó el juego y potenció el factor populista, actuando como el líder de un pueblo dispuesto a arremeter contra los políticos tradicionales y desplazar la tradición liberal con un discurso reaccionario y una agenda ultraconservadora.

Por eso, la contienda Trump vs. Biden se transformó en una encrucijada de otro tenor, casi existencial, en la que se pusieron a prueba cuestiones más profundas y fundamentales, que hunden sus raíces en la historia. “El problema interno fundamental de nuestro tiempo puede muy bien ubicarse en los contrarrecursos que una sociedad liberal congrega contra la tiránica compulsión, profunda y no escrita, que contiene”, escribió Louis Hartz, en 1955 (Hartz, L, La tradición liberal en los Estados Unidos, 1955). Y bien, las dos parcialidades que se disputaron el alma de la “América profunda” en estas elecciones norteamericanas mostraron una llamativa paridad de fuerzas. Llamó la atención la buena elección de los republicanos en todo el país e incluso el incremento de votos entre latinos y afroamericanos. Pero también debe ser merituada la consistencia de la coalición electoral que construyeron los demócratas, recuperando estados que habían perdido hace cuatro años.

Varios factores contribuyeron a que los resultados de los comicios más reñidos y polarizados de la historia estadounidense tuvieran al país y al mundo en vilo durante los días que siguieron al 3/11, desde el prematuro anuncio de Trump proclamando su victoria hasta desembocar en el triunfo de Joe Biden. El sistema electoral con elección indirecta, en primer lugar, que hace que el voto popular a nivel nacional no se vea reflejado en la composición de los electores por estado que finalmente consagrarán al presidente en el colegio electoral. El voto anticipado por correo, masivo en este caso debido a la pandemia, que hizo más farragoso y complejo el escrutinio, en segundo lugar. Y finalmente, la polarización del electorado, azuzada por el propio Presidente.

No hubo vencedor aplastante ni contundente derrota, y eso se puede ver reflejado en la futura composición del Senado y la Cámara de Representantes, con una notoria paridad entre republicanos y demócratas, y diversidad en el espectro de figuras que ingresarán al Capitolio.

Las dificultades que demoraron la traducción en números de quién finalmente ganó la elección presidencial dejan algunas lecciones. Por lo pronto, algo que tiene que ver con lo que distingue –o debería distinguir- a las democracias de los regímenes oligárquicos o autocráticos: el principio de incertidumbre. Reglas ciertas, resultados inciertos. Algo que debe resolverse cuantitivamente, contando voto a voto. Y volviendo a contar, cuando existen dudas al respecto.

Pero aún si esto se complica, como ha ocurrido en estos comicios, se abre una dimensión cualitativa en la resolución final. La reacción de los líderes ante el obligado alargue del conteo, amenazando con desconocer los resultados o expresando cautela y prudencia; el activismo de la gente en las calles de las grandes ciudades y cercanías de los centros de votación exigiendo el respeto del sufragio popular; el papel de los medios de comunicación, replicando o neutralizando “fake news”; los lobbys partidarios y la intervención judicial, en última instancia, empañando o garantizando la validez del escrutinio.

Todos los resortes de una república democrática se pusieron así en máxima tensión, reflejando los intereses en juego, las intenciones de resguardar o manipular los resultados, de dar crédito o desestimar las denuncias de fraude. Pero también los “pesos y contrapesos” que evitan la imposición de un resultado contradictorio con el respeto a la voluntad popular, expresada en el voto de las mayorías y minorías. Les molesta este principio de incertidumbre a quienes –como Trump- creen saber de antemano por quién votan las mayorías y cuando así no lo hacen sólo encuentran explicación en el engaño o el error.

Una elección presidencial puede ser también una experiencia terapéutica de restitución democrática para una sociedad como la estadounidense partida en –por lo menos- dos mitades. La reconstrucción colectiva del "We The People" –la fórmula inscripta en su Preámbulo de su Constitución- con la que los constituyentes de Filadelfia quisieron, en 1787, encarnar un principio de unidad en la extrema diversidad.

El pueblo estadounidense es esto que se vio durante estas últimas semanas de extenuante campaña electoral y escrutinio disputado voto a voto: los espejos multicolores astillados de un caleidoscopio que no para de girar, dificultando al extremo la “reducción a la unidad” que significa elegir a un Presidente. Éste es uno de los legados problemáticos que deja Donald Trump a su sucesor, Joe Biden. Y parte de la tarea que le tocará a Biden acometer como 46 presidente de los Estados Unidos de América.

Un momento intensamente político el que se abre en los EE.UU., en el sentido en que la filósofa Hannah Arendt entendió la política: como invención colectiva, como conjunto de condiciones bajo las cuales los hombres y mujeres en su pluralidad, “en su absoluta distinción los unos respecto de los otros, viven juntos y se aproximan entre ellos para hablar, con una libertad que solamente ellos mismos pueden otorgar y garantizarse mutuamente” (Arendt, H., The promise of Politics, 2005).

 

Fabián Bosoer es politólogo y periodista. Master en Relaciones Internacionales. Docente e investigador en la UNTREF/IDEIA, editor jefe de la sección Opinión de Clarín. Autor, entre otros libros, de Generales y Embajadores (Ediciones B, 2005), Malvinas, capítulo final (Capital Intelectual, 2007), Braden o Perón, la historia oculta (El Ateneo, 2012).

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