06/09/2023

La crisis de los progresismos

La disputa entre derechas e izquierdas ha recorrido la historia de la modernidad y podríamos caracterizarla como un dilema filosófico entre dos valores fundamentales: la libertad y la igualdad.

Precisamente con estos énfasis distintos, las derechas tendían a sostener la importancia más destacada de un tipo de normas (aquellas que establecen los derechos ciudadanos frente al posible avasallamiento de la estructura estatal) en tanto que las izquierdas se centraban en otro conjunto de normas (aquellas que obligan al Estado a garantizar condiciones de salud, educación, vivienda y bienestar a todos los miembros de la sociedad).

Esto se vio expresado en las dos Convenciones Internacionales de Derechos Humanos aprobadas conjuntamente en 1966 y que dan cuenta de los Derechos Civiles y Políticos (en el primer caso) y de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en el segundo).

Sin embargo, la paradoja contemporánea es que los progresismos se han vuelto (en el mundo, en la región y en el país) cada vez más posibilistas y conservadores, a la vez que han priorizado mucho más los valores sostenidos históricamente por las derechas, pese a no abandonar su denominación de “progresistas”.

Esto ha generado una minimización común acerca de los malestares reales que expresa la población: la inflación, la pérdida consecuente de poder adquisitivo del salario, los estragos de la inseguridad y el narco, la angustia proveniente de las transformaciones identitarias (en la masculinidad, en los lazos sociales, en las relaciones afectivas, en el ámbito de la educación o la salud, en el rol de las redes o la Inteligencia Artificial, etc.).

Ello ha terminado generando una situación que corre todo el arco de debates hacia un punto de enorme peligro. Al tener de un lado a un progresismo que ha terminado avalando reiteradas medidas de ajuste de toda política pública (sea por convicción o por posibilismo), la confrontación con este planteo termina siendo la postulación de una libertad ilimitada (la de los “anarco-capitalistas” contemporáneos) que proponen la demolición no solo del Estado sino de cualquier política regulatoria, en un ataque definitivo a la existencia de cualquier norma (sea la que defiende los derechos de los niños frente a su explotación o venta por parte de sus padres, la que plantea el monopolio de la utilización de armas letales por el Estado o la que sostiene la relevancia de contar con un sistema impositivo que permita ofrecer asistencia ante los diversos infortunios que podemos vivir). Se trata de una propuesta de sociedad en la cual desaparecería lo social mismo y cada quien se las arreglaría como puede y debiera enfrentar solo aquello que le ocurra, sea la enfermedad, un accidente, un mal momento económico, la necesidad de descanso en la vejez, etc.


La dificultad de los progresismos para enfrentarse al discurso de las nuevas derechas

Esta transformación de los progresismos contemporáneos ha venido acompañada de una limitación a la libertad de pensar. Quien ose apartarse de los dogmas (señalando el efecto nocivo de la inseguridad en barrios populares, el de la inflación en los salarios, el de la esencialización de las identidades o el de los escraches escolares en varones jóvenes) es rápidamente “cancelado” como “cómplice de la criminología mediática” o como arcaico representante del patriarcado o del colonialismo. Quien señala la sostenida pérdida de derechos de los sectores más desprotegidos o la distribución cada vez más desigual del ingreso “le hace el juego a la derecha”.

Este posibilismo progresista se vuelve cada vez más conservador.

Pero, a la vez, un conjunto de prácticas otrora virtuosas para las izquierdas, también son cuestionadas por el progresismo como la idea que el esfuerzo sea recompensado, que los accesos a posiciones profesionales o técnicas deban realizarse por concursos basados en el mérito, la condena de la corrupción.

Del mismo modo las izquierdas otrora epunitivistas frente al delito común se han transformado en los romantizadores o justificadores de las “nuevas culturas” de los “pibes chorros”, asumiendo como “forma cultural” lo que es la legitimación del quiebre del lazo social.

Estos nuevos estilos del progresismo ya no defienden la excelencia académica sino un igualitarismo engañoso para los propios beneficiarios de políticas públicas que, de la mano de la “facilitación de los exámenes de quienes trabajan”, las “aprobaciones generalizadas” y otras formas de caída en los niveles de exigencia terminan justificando la estafa de certificados devaluados que no logran jugar su verdadero rol en la movilidad social ascendente o la capacidad crítica de evaluación de la realidad.

Este conjunto de contradicciones en las que han ingresado los progresismos ha permitido el rápido y contundente avance de la derecha en una “batalla cultural” que solo las derechas comprenden estar librando.

Muchos de los militantes de las nuevas derechas son jóvenes. Son lúcidos. Son entusiastas. Y se encuentran preocupados por cuestiones que históricamente no solo preocupaban a las derechas sino también a las izquierdas: el doble discurso, la corrupción, la destrucción sistemática de las políticas públicas, las formas cancelatorias en los debates, la igualación valorativa.

El querido Discépolo (que no era precisamente un ideólogo de las derechas sino uno de los artistas peronistas más fecundos del siglo XX) iluminaba algunos de estos problemas como parte de su denuncia de las condiciones de su época. Valen como muestra algunos de sus versos, aunque todo el tango es una belleza:


Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
Ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador
Todo es igual, nada es mejor
Lo mismo un burro que un gran profesor

No hay aplaza'os, ¿qué va a haber? Ni escalafón
Los inmorales nos han iguala'o
Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición
Da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos
Caradura o polizón

¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón



La transformación del progresismo ha generado una incapacidad para reiterar esta denuncia, en un planteo donde parece que se justifica el “todo es igual, nada es mejor”. Y es ante ello que se rebelan los jóvenes de las nuevas derechas con un planteo que, no por escéptico, deja de tener su lógica: “que el mercado distinga aquello que el Estado se niega a distinguir”, apelando a un nivel de crueldad extremo, en la convicción de que estamos solos ante el infortunio. Pero el planteo que esta falsa igualación no es más que un engaño es algo en lo que, sin duda, tienen razón.

La derecha neofascista vende odio, volar todo por los aires, vientos de cambio, “que se vayan todos y no quede ni uno solo”, la misma consigna que las fuerzas de izquierda asumían con potencia en aquellos años que despedían al siglo XX, la consigna que alimentó la rebelión del 2001.

Si la derecha cosecha éxitos en la batalla cultural quizás sea porque algunas de las respuestas actuales del progresismo están equivocadas, algunos de sus presupuestos son erróneos, en algún momento los progresismos han perdido el rumbo y abandonado la vocación por transformar la sociedad en una dirección de mayor justicia y con el sacrificio, el compromiso y el esfuerzo que ello requiere.

Para entender esto necesitamos animarnos a pensar críticamente, a revisar aquellas verdades que damos por sentadas, a escuchar los malestares reales que nos está gritando este voto de protesta y este cuestionamiento profundo a nivel cultural, a interpelar a quienes están sufriendo y a darles una respuesta distinta a la manipulación política del odio, a la resignación posibilista o al “sálvese quien pueda”.

Es difícil y requiere valentía identificar y reconocer los propios errores. Pero es condición de posibilidad de cualquier chance de dar una verdadera disputa cultural, de incidir en las vertiginosas transformaciones de la hegemonía contemporánea.

 

Daniel Feierstein es sociólogo. Dr. en Ciencias Sociales. Director del Centro de Estudios sobre Genocidio. Dirigió a Maestría en Diversidad Cultural, ambos en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Presidió la Asociación Internacional de Investigadores sobre Genocidio. Juez del Tribunal Permanente de los Pueblos y Consultor de Naciones Unidas.

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