22/07/2020

Nadie se salva solo

 

En medio de la pandemia que mantiene al mundo en vilo, una vieja verdad tiene ocasión de volver por lo suyo: nadie se salva solo. Fue enunciada por el papa Francisco desde una Plaza de San Pedro vacía y lluviosa. Allí, el Sumo Pontífice enfatizó que “los seres humanos han descubierto que no pueden seguir cada uno por su cuenta, sino sólo juntos”. El presidente argentino, Alberto Fernández, la repite casi como un latiguillo en cada oportunidad que se le presenta.

El contenido de la frase va más allá de un simple llamado a la solidaridad; ella señala que dejar las estrategias de cuidado libradas al criterio y voluntad de cada persona sería no sólo peligroso sino además imposible: en el actual contexto, cada decisión afecta la vida de quien la toma, pero también, indefectiblemente, la vida de los otros.

Se trata, sin dudas, de una consigna que en este momento debe funcionar como directriz. Pero, ¿por qué necesitamos una pandemia para recordar la importancia de una verdad tan elemental? ¿Qué sucesión de acontecimientos históricos terminó generando que este lema resultara casi contrario a nuestras percepciones cotidianas? ¿Qué particular encadenamiento de ideas condujo a que nuestro sentido común parezca siempre propenso a inclinarse por la búsqueda de una salvación individual?

Fijando la vista en el horizonte de nuestro futuro más próximo, debemos aprovechar la excepcionalidad de la situación actual para cuestionarnos por qué una frase que debiera resultarnos obvia reaparece entre nosotros en clave de exhortación fenomenal.

 

El individuo, la sociedad y el Estado

La noción de “individuo”, esa gran invención de la modernidad europea, ocupa un lugar central dentro del conjunto de ideas que hacen posible las especulaciones en torno a la salvación en soledad. Esta noción sustentó la ampliación de las libertades políticas y de los derechos civiles, pero también cimentó la lógica mercantil característica de las sociedades modernas. Con el transcurrir de los siglos, esta lógica amplió sus alcances hasta subsumir casi por completo el conjunto de las relaciones sociales, incluyendo aquellas libertades y derechos que en su momento supieron oponerse al poder de las monarquías.

La imagen de una vida absolutamente independiente comenzó a configurarse hace más de 300 años, con el surgimiento de la tradición liberal. Aquel liberalismo primigenio comprende a los individuos como unidades cerradas en sí mismas, poseedores de un entendimiento y de una voluntad que les permite ser soberanos de sus acciones. Los individuos se contactan sólo en virtud de sus necesidades; no hay entre ellos compromiso de reciprocidad sino intercambio de conveniencias. La sociedad es concebida como una agregación en la que cada individuo, orientado por el criterio del propio interés, se relaciona con otros dentro de la lógica mercantil. Siguiendo esta argumentación, el Estado aparece, en más de un sentido, como lo contrario a la sociedad, pues surge de un contrato en el que los individuos ceden cierta porción de sus derechos naturales para asegurar su libertad. Lo estatal, entonces, es comprendido como una instancia administrativa que deber proveer de ciertos servicios básicos; una suerte de mal necesario que produce beneficios al tiempo que encierra peligros. Así, el Estado es conceptualizado como lo opuesto a la sociedad y ésta, a su vez, como lo opuesto al individuo, quien debe preocuparse por hacer valer todo lo que ha cedido.

Este ideario se vio reforzado durante el siglo XX por la experiencia de los totalitarismos que, convirtiendo a la igualdad en una justificación para ejecutar una homogenización de las poblaciones, terminaron articulando una suerte de anulación de la individualidad. De allí que hoy, mayoritariamente, nos pensemos como individuos poseedores de nosotros mismos, enfrentemos las instancias de colectivización como quien enfrenta a un enemigo y proyectemos victorias disfrutables en soledad.

 

Robinson Crusoe como demostración por el absurdo

Cuando buscamos una representación concreta para la figura del individuo que triunfa en soledad, encontramos que ésta se disuelve. En efecto, ¿cómo sería el caso de alguien que lograra salvarse efectivamente solo?

Pidamos asistencia a la ficción: ¿podemos pensar que Robinson Crusoe, el personaje creado por Daniel Defoe, estaba a salvo en su isla desierta, sin más provisiones que un poco de tabaco para su pipa? ¿Lo estaba acaso el personaje de Tom Hanks en Náufrago, acompañado únicamente por una pelota que nada podía hacer para aliviar los dolores de su muela cariada? Será menester recordar aquél episodio de La dimensión desconocida en el que un pobre tipo que era habitualmente insultado por su esposa y maltratado por su jefe terminaba siendo el único sobreviviente de una hecatombe nuclear y cuando creía que por fin había encontrado todo el tiempo que siempre había deseado para hacer lo que más amaba –leer libros–, tropezaba y sus anteojos se hacían trizas contra el piso: todas las novelas del mundo a su entera disposición, pero ningún fabricante de lentes a quien recurrir para poder disfrutar de ese tesoro infinito.

Más acá de la ficción, dentro de nuestra realidad pandémica, podemos intentar imaginar una situación que ilustre este tópico: supóngase un hombre encerrado en una vivienda confortable, alejado de todo peligro –biológico, económico y social–. Imagínese las alacenas suficientemente llenas como para que ese hombre pueda alimentarse durante meses. Imagínese una buena computadora, un buen celular, una pantalla muy grande y una conexión a internet suficientemente rápida. Allí está nuestro “salvado solitario”.

Pero ahora observemos la escena con un lente diferente, un prisma que nos muestre todo el trabajo que fue necesario para que la escena anterior pudiera tener lugar: alguien levantó las paredes, alguien las pintó, alguien realizó la instalación eléctrica. Alguien cultivó y cosechó los vegetales que atiborran la heladera. Alguien fabricó y empaquetó los fideos que hay en la alacena. Echemos a correr la película, y también veremos todas las tareas que se vuelven indispensables para que nuestro “salvado” pueda mantener su condición de “solitario”: en algún lugar, alguien acciona los controles de un gasoducto; en otro lugar, alguien manipula el tablero de una planta eléctrica. Lo que ambos hacen resulta indispensable para mantener activas la calefacción, la refrigeración y la iluminación de la vivienda de nuestro solitario. Y lo mismo podría señalarse respecto del servicio de internet, la recolección de residuos, etc.

Desde este prisma diferente, todas las historias que emulan a Robinson aparecen como una demostración por el absurdo de la verdad que encierra la frase que aquí nos convoca.

 

Por una nueva forma de pensar la relación entre los sujetos, la sociedad y el Estado

Este ejercicio reflexivo nos invita a comprender que la salvación es imposible en soledad y que, inexorablemente, el humano necesita de su prójimo para realizarse. La pandemia visibiliza aquello que la impronta neoliberal y su globalización equivocada no quieren que recordemos: somos parte de una totalidad que nos abarca, nos comprende y nos excede. Esto no implica que debamos renunciar a nuestra individualidad; antes bien, significa que debemos enfocarla desde una perspectiva que permita habitar la distinción entre el Estado, la sociedad y el individuo de una forma diferente. El desafío pasa por desarrollar una manera de vivir en la que esas tres instancias se vinculen por continuidad y contigüidad antes que por oposición: que la sociedad no aparezca como lo contrario del Estado y que éste no sea pensado como lo contrario de la libertad sino como un ámbito en el que se disputan las posibilidades de una construcción, siempre compleja pero indefectiblemente colectiva.

Este virus que se expandió globalmente poniendo en riesgo la vida de poblaciones enteras nos ha recordado de manera palmaria una verdad que no debiéramos haber olvidado: la vida humana, en cualquier situación, requiere la dimensión de lo comunitario. Deberemos desandar nuestra aspiración a una salvación en soledad para que ésta no termine funcionando como su contrario absoluto, es decir, como una forma generalizada de condenarnos en tanto especie.

 

 

Sebastián Botticelli es Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario especializado en indagaciones sobre el neoliberalismo y sus implicancias políticas. Investigador del Centro de Estudios Sobre el Mundo Contemporáneo (UNTREF).

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