02/07/2021

El principio de “no intervención”, la democracia y los Derechos Humanos en América latina: el caso Nicaragua

El debate sobre el principio de “no injerencia” vuelve a tener centralidad al justificar la abstención de Argentina y México en votaciones de condena aprobadas recientemente en el Consejo Permanente de la OEA y la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

En los años 60 del siglo pasado, la defensa de la no intervención le costó el gobierno a los presidentes argentinos Arturo Frondizi (1962) y Arturo Illia (1966), derrocados por ententes cívico-militares que encontraban apoyos en Washington, entre otras razones, por oponerse a la intervención de los EE.UU. en Cuba y República Dominicana. Ese principio, enraizado en la tradición de la diplomacia latinoamericana, estaba justificado en resguardar a nuestros países de la abierta intervención de los EE.UU. y la URSS, en el marco de la confrontación Este-Oeste que caracterizó a la Guerra Fría.

En los años 70, fueron las dictaduras militares anticomunistas las que esgrimían ese principio para responder a las denuncias del Departamento de Estado, bajo la presidencia de James Carter, sobre las violaciones a los Derechos Humanos que se estaban perpetrando al sur del Río Grande. Luego llegó Ronald Reagan, en los '80, y la injerencia tomó otra dirección: se trataba para Washington de evitar que Nicaragua se convirtiera en “otra Cuba” a las puertas del Imperio, tras la Revolución Sandinista (1979) que derrocó a la vetusta dictadura de Anastasio Somoza.

Y fue también un presidente argentino, Raúl Alfonsín, quien le respondió a Reagan, en los jardines de la Casa Blanca, allá por marzo de 1985, que América latina debía salir de la Guerra Fría; que no se trataba de la opción entre revolución y contrarrevolución de lo que estaba en juego sino de la opción entre dictaduras y democracias.

Cuarenta años más tarde, el líder de aquella revolución nicaragüense, Daniel Ortega, cierra el círculo completo de 360° y ocupa el lugar del dictador que desplazó: se ha transformado en un nuevo Somoza, reprimiendo las protestas, acallando las voces críticas, encarcelando a referentes de la oposición y pretendiendo la perpetuación en el poder. Y como lo hacían los dictadores de entonces frente a la política de Derechos Humanos de la Administración Carter, junto al régimen venezolano de Nicolás Maduro, denuncian “la injerencia externa” y acusan al “imperialismo norteamericano” de atacar la soberanía nacional de sus países.

Como en la Guerra Fría, la OEA vuelve a ser caja de resonancia y escenario de esta batalla entre principios y alineamientos geopolíticos. Pero al mismo tiempo, el organismo hemisférico es la única instancia supranacional del continente que contiene a casi la totalidad de sus países y gobiernos de todo tipo. Allí, el gobierno argentino se abstuvo -junto a México- de condenar la represión ejercida por el gobierno nicaragüense y exigir la liberación de los líderes opositores detenidos.

El texto de la declaración de la OEA fue aprobado por 26 votos -entre ellos, Estados Unidos, Chile, Colombia y Perú- durante una sesión extraordinaria del Consejo Permanente, el 15 de junio pasado. En contra votaron Bolivia y San Vicente y las Granadinas, en tanto Argentina, Belice, Dominica, Honduras y México se abstuvieron. La representación de Nicaragua condenó la injerencia del organismo multilateral, y acusó a los Estados Unidos de desplegar una "política intervencionista".

El comunicado oficial que explica la abstención de la Argentina y México en la votación de la OEA señala: “La República Argentina y México, comprometidos con el respeto y la promoción de los derechos humanos desde una concepción integral dentro de la cual están contenidos los derechos civiles, políticos y electorales —además del inalienable valor de la igualdad y los derechos económicos y sociales—, manifiestan su preocupación por los acontecimientos ocurridos recientemente en Nicaragua. Especialmente, por la detención de figuras políticas de la oposición, cuya revisión contribuiría a que el proceso electoral nicaragüense reciba el reconocimiento y el acompañamiento internacional apropiados. Hemos sido testigos, en varios países de la región, de casos inadmisibles de persecución política. Rechazamos esta conducta”.  

Pero a continuación explica su negativa a acompañar la condena al gobierno nicaraguense: “No estamos de acuerdo con los países que, lejos de apoyar el normal desarrollo de las instituciones democráticas, dejan de lado el principio de no intervención en asuntos internos, tan caro a nuestra historia”. Y agrega: “Tampoco con la pretensión de imponer pautas desde afuera o de prejuzgar indebidamente el desarrollo de procesos electorales”. Luego, ambos gobiernos convocaron a sus embajadores en Managua, tomando distancia del apoyo al régimen nicaraguense, pero el gobierno argentino volvió a abstenerse de condenar a Nicaragua en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU amparada en “una tradición de no firmar documentos conjuntos en contra de un país” y sosteniendo que “no existen normas ISO para determinar cuál es el mejor sistema electoral”.

Se desconoce así todo el camino recorrido en los últimos cuarenta años, de compromisos e instrumentos regionales, hemisféricos e internacionales, jurídicos y políticos, en defensa de los Derechos Humanos y la democracia. Un camino, por otro lado, en el que la Argentina supo estar en la vanguardia y por el que fue reconocida en todo el mundo.

El argumento de que tales herramientas solo son aplicadas por los países poderosos contra los países débiles por conveniencia geopolítica suele ser una coartada utilizada por gobernantes y regímenes que atropellan a sus sociedades, hostigan a sus críticos o limitan las libertades, no importa en nombre de qué ideologías, y no quieren que ningún “poder foráneo” se entrometa en sus asuntos. Del mismo modo, el argumento del “doble estándar” o “hemiplejía” de toda política internacional basada en principios, invalida la posibilidad de reconocer avances en materia de Derecho Internacional humanitario y compromisos internacionales en favor de la democracia.

Cuando el principio de “no intervención” se esgrime para sustraerse de los compromisos regionales, hemisféricos e internacionales en materia de Derechos Humanos y defensa de la democracia, suele pasar que no se protege a las sociedades sino a regímenes y gobernantes que las lesionan. Ello puede encontrar justificativo en razones de realpolitik o en la prevalencia de otros principios o compromisos. Pero en tal caso se deben asumir los costos de adoptar decisiones que se padecen cuando las asume otro país, desoyendo o desatendiendo reclamos que consideramos justos. La acusación de “doble estándar pierde fuerza cuando se hace lo mismo que se critica. Y debilita la posibilidad de proteger a los derechos humanos y la democracia a través de los organismos, mecanismos y compromisos que existen en la materia, más allá de otros intereses geopolíticos y consideraciones intra o extra-regionales.

 

Fabián Bosoer es politólogo y periodista. Master en Relaciones Internacionales. Docente e investigador en la UNTREF/IDEIA, editor jefe de la sección Opinión de Clarín. Autor, entre otros libros, de Generales y Embajadores (Ediciones B, 2005), Malvinas, capítulo final (Capital Intelectual, 2007), Braden o Perón, la historia oculta (El Ateneo, 2012).

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