04/05/2020
Condiciones para construir espacios regionales sostenibles de prosperidad y paz
Entender factores que conducen a una crisis sistémica de alcance global es esencial cuando se aspira a superarla. Tal el caso de la pandemia COVID-19. Encararla con éxito requiere capacidad de concertación en todos los niveles involucrados que son el global, el regional y el propio de cada país.
Implica, asimismo, colocar esta crisis global en el marco de una lectura de cambios que se observan en el sistema internacional. Entender esta pandemia global requiere tener claros los efectos que un mundo hiperconectado tiene sobres flujos de bienes, de ideas, de creencias, de sueños, y también de pestes.
El comercio internacional y sus protagonistas evidencian los efectos de esta crisis, tanto a nivel global y regional como en el de cada uno de los países. De allí la importancia de tener información de calidad sobre la pandemia y sus efectos en el comercio y en la integración regional, incluyendo al Mercosur.
Es posible que la actual pandemia torne necesarias innovaciones en las instituciones (sistemas de decisión, gestión y producción de reglas) de la gobernanza internacional, cuyos alcances se irán definiendo en base a la experiencia acumulada. Si algo sobresale de la metodología de integración aplicada originalmente en Europa, es que su formulación requiere operar simultáneamente en tres dimensiones. Éstas son la política, la económica y la jurídica.
Imaginar un proceso de integración entre naciones soberanas –que no aspiran a dejar de serlo-, contiguas y diversas, y con poder relativo desigual, sin el consentimiento y apoyo de la gente (dimensión política); sin una articulación sostenible de sus sistemas económicos y productivos (dimensión económica); y sin que esté basado en reglas e instituciones comunes (dimensión jurídica), sería condenarlo o a un fracaso, o a un efecto sólo coyuntural.
Justamente, en la experiencia europea, instituciones y reglas de juego comunes permitieron generar expectativas de ganancias mutuas, proteger intereses de socios de menor poder relativo, y lograr un equilibrio razonable entre dos requerimientos que pueden ser contradictorios: el de la previsibilidad necesaria para incentivar inversiones productivas, y aquel de la flexibilidad requerida para que las reglas se adapten a realidades dinámicas e imprevisibles.
Procesos de integración como el europeo o el del Mercosur no están necesariamente centrados en un producto final pre-determinado consistente en la transformación de unidades autónomas de poder en una nueva unidad “supranacional”, aunque ese haya sido un aparente objetivo de los momentos iniciales. No están basados en el objetivo de superar espacios nacionales independientes pre-existentes, incluyendo sus respectivos mercados, a través de fórmulas rígidas en su concepción, como la de una “unión aduanera” o una “zona de libre comercio”. No suponen la desaparición de identidades nacionales. Suponen, sí, una mayor conectividad, una valoración de la diversidad cultural y de intereses entre los socios, y una mayor solidaridad colectiva. O sea, lograr condiciones para el predominio de prosperidad y paz entre naciones contiguas.
Por el contrario, la puesta en común de recursos y de mercados con vocación de permanencia, las disciplinas colectivas producto de la vigencia efectiva de reglas e instituciones comunes, los encadenamientos que tornan costoso el retirarse del pacto de trabajo conjunto entre un grupo de naciones, y la realidad de un poder acrecentado para operar con eficacia en el sistema internacional, son sólo algunos de los efectos positivos que pueden explicar por qué ese método de integración ha tenido hasta ahora una vigencia que supera a su espacio y a su momento original.
Las antes mencionadas dimensiones también han estado presentes desde la creación del Mercosur. Son fundamentales para evaluar sus resultados y examinar pasos orientados a su continua y necesaria adaptación a nuevas realidades.
La dimensión política se refleja en la consolidación de los sistemas democráticos de los países miembros en base a la cooperación e integración de sus sistemas productivos. Para ello, fue fundamental afirmar la calidad de la relación entre Argentina y Brasil, proveniente del acuerdo bilateral de integración de 1986. Se sustentaba en el clima de entendimiento logrado al detenerse el curso de colisión que había caracterizado la relación bilateral en los años precedentes.
Por su parte, la dimensión económica es, a su vez, resultante de la idea de crear un mercado común y de negociar como conjunto con terceros países. Su perfeccionamiento definitivo no tiene un plazo determinado, pero sí instrumentos funcionales al objetivo perseguido, en especial el arancel externo común y la negociación conjunta.
Por último, la dimensión jurídica se refleja en reglas e instituciones de los tratados constitutivos. Es en base a sus normas que debe leerse lo que los países miembros se han comprometido a realizar juntos. Si un país eventualmente no estuviera de acuerdo, por ejemplo, con que el Mercosur tenga un arancel externo común, tendrá que o denunciar el Tratado y retirarse del Mercosur en las condiciones que se prevén, o lograr que se modifique con la correspondiente aprobación parlamentaria.
En la perspectiva planteada, varias cuestiones se destacan en la actual agenda de prioridades para el comercio exterior argentino. Suponen renovar estrategias de proyección al mundo de bienes y servicios que el país pueda producir con calidad y eficacia, por su dotación de recursos naturales, talentos y creatividad.
Es una renovación necesaria por cambios que se están operando a nivel global y latinoamericano. Reflejan una época que se destaca por un elevado número de protagonistas –países, empresas, consumidores, organizaciones sociales- en la competencia por mercados mundiales, con múltiples opciones sobre a quiénes vender y comprar bienes y servicios, qué necesitan y qué valoran.
Son cambios, que tornan más intensa la interacción entre diversas culturas que caracterizan países y regiones y, por ende, al comercio internacional. Entender alcances y efectos de las diversidades culturales, con su impacto en prioridades y preferencias de ciudadanos y consumidores, es un factor crucial para la competitividad internacional de nuestro país y de sus empresas. Se está entrando en una etapa del comercio mundial en la que los protagonistas son más numerosos y están más conectados. Resultaría difícil considerar que son pocos los protagonistas con una incidencia principal en la definición de prioridades y de reglas de la competencia global.
En el plano latinoamericano, la reforma del Mercosur y su articulación con la Alianza del Pacífico es hoy prioritaria. Parece conveniente alcanzar tal objetivo sin reformar el Tratado de Asunción, ya que podría plantear dificultades internas en países miembros. Sería ello factible sin enfoques dogmáticos sobre lo que debe ser una unión aduanera o una zona de libre comercio. La combinación entre sentido político, pragmatismo económico y flexibilidad jurídica, permitiría lograr resultados concretos, asegurando a la vez la necesaria previsibilidad de las reglas pactadas.
En todo caso, está siendo evidente la conveniencia de adaptar los métodos empleados para construir el Mercosur a nuevas realidades globales, regionales y de sus propios países miembros. Ello sería mejor que abandonar objetivos políticos y económicos que condujeron en 1991 a su creación, como resultante de la iniciativa fundacional de la integración entre Argentina y Brasil, a la que se sumaron luego Uruguay y Paraguay.
Felix Peña es especialista en relaciones económicas internacionales, derecho del comercio internacional e integración económica. Miembro del Consejo Editor de la revista Archivos del Presente de la Fundación Foro del Sur, Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación ICBC y de la Maestría en Relaciones Comerciales Internacionales y del Núcleo Interdisciplinario de Estudios Internacionales de la UNTREF, Vice-presidente del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI).
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