01/01/2021
En diciembre de 2019 aparecieron señales claras de la emergencia de lo que pocos meses después la OMS definiría como una nueva pandemia. Meses cruciales entre diciembre de 2019 y marzo de 2020, en los que una gestión más responsable a nivel global (o sea coordinada, solidaria) de los tránsitos y la distribución de los recursos y prevenciones sanitarios habrían marcado la diferencia.
Pero esto no fue así. Las medidas fueron tomándose por segmentos de territorios, por países, desarticuladamente. Se fueron cerrando espacios, fronteras, cancelando vuelos, trenes, buses, bloqueando rutas y accesos: se confinó a buena parte de la población mundial al límite de sus propias viviendas, mientras la otra parte de la población trabajó -en producción de alimentos e insumos de todo tipo, en cuidado, mantenimiento de estructuras, en salud, investigación de recursos para combatir al virus, etc- para que unos pudiéramos cuidarnos.
Entre marzo y mayo el encierro fue virtualmente global y el planeta respiró. Entre tanto, muchos especularon con distintas teorías acerca del escenario que nos condujo hasta aquí y de las potenciales perspectivas de futuro. Algunos creímos que esta catástrofe, en su capacidad de mostrar el fracaso de la humanidad en su gestión de los recursos naturales tanto como en la de la coordinación de políticas globales, alumbraría otras vías hacia eso que creímos que emergería como “un mundo mejor”: más justo, solidario, equitativo, saludable en el sentido más extenso del término.
Pero en julio empezamos a constatar, con gran decepción, que nada de eso ocurriría.
Que no se hayan liberado las patentes de las vacunas -entonces en estudio, experimentación y desarrollo- en distintos puntos del planeta, descartando la propuesta de la India en la reunión mundial de la OMS, mostró a las claras que la humanidad había fracasado.
Hoy, con las vacunas en estado avanzado de desarrollo y algunas ya en condiciones de ser distribuidas y en procesos diversos de aplicación, lo confirmamos al conocer la noticia de que los países más poderosos compraron más vacunas de las que necesitan para cubrir a sus propios habitantes. También lo verificamos cuando constatamos que una vez más el capitalismo -salvaje e inhumano- triunfó sobre los sujetos, sus derechos y necesidades incluso haciendo uso de recursos públicos (sí, esos que existen gracias a nuestro trabajo e impuestos) para desarrollar las vacunas que hoy se venden para beneficio de laboratorios privados.
Saber que América Latina no tendrá disponibles las vacunas en tiempo y forma como estaba imaginando, o que África -con suerte- podrá acceder a las vacunas recién a fines de 2022 no sólo es desalentador, sino que hace pensar en la vacuna como en una versión sofisticada de una nueva arma química, que en este caso opera por supresión de su acceso en vez de por inoculación, pero al fin y al cabo el efecto es el mismo: sometimiento de poblaciones, debilitamiento y extermino de segmentos importantes de la población mundial.
Y algunos ingenuos, con Zizek a la cabeza, creímos a finales de febrero de 2020 que esto sería el principio del fin del capitalismo salvaje para empezar a transitar otro más solidario en el que se privilegiara el bienestar de las mayorías por encima del beneficio de cada vez menos personas o del rendimiento económico.
Entonces, me pregunto: ¿Bienvenido 2021?
Diana Wechsler es historiadora del arte e investigadora principal del CONICET. Es Directora del Departamento de Arte y Cultura de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina.
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