30/10/2020

Lecciones de una caminante — Integración y cultura en el Camino de Santiago

Al llegar a Santiago de Compostela, luego de haber caminado 280 kilómetros en once días, vi escrita en el piso la siguiente frase: “Europa se hizo peregrinando a Compostela”. Atribuida a Goethe —difícil saber si se trata de una frase verdadera o apócrifa; aunque se non è vero, è ben trovato—, la frase destaca un hecho que hemos prácticamente naturalizado, pero que no siempre fue una realidad: la integración europea.

Los Caminos de Santiago son una red de senderos que se extienden por al menos ocho países conectando diferentes ciudades de Europa con la Catedral de Santiago de Compostela —Alemania, Bélgica, España, Francia, Italia, Luxemburgo, Portugal y Suiza. Existen siete recorridos reconocidos como oficiales, pero puede llegarse a la Catedral caminando por cualquier país europeo, para luego conectar con los tramos oficiales, que se encuentran en general en España, Portugal y Francia.

Conectar Europa caminando, atravesando sus fronteras sin siquiera percibirlo —en nuestro caso, cruzamos de Portugal a España en un ferry a través del Miño y notamos que nos encontrábamos en otro país sólo debido al cambio de idioma de los carteles— es algo que hoy en día se transformó en baladí y realizable en apenas minutos, gracias a una serie de estructuras invisibles que facilitan la existencia de este espacio de libre circulación de bienes, personas, capitales y servicios. El Espacio Schengen y el Mercado Común Europeo, sin embargo, no son un fáctum de la naturaleza, sino acuerdos políticos dificultosamente conseguidos, que el Brexit y las descoordinadas respuestas nacionales a la pandemia del coronavirus pusieron en evidencia.

El Camino en sí, como se lo suele llamar cuando uno lo recorre (¡como si no hubiera tantos otros caminos!) es también un fiel reflejo de la integración europea. En 1987, fue nombrado Itinerario Cultural Europeo por el Consejo de Europa, por tratarse de un recorrido representativo de la historia y el patrimonio europeo, que refleja alguno de sus valores fundamentales. No se trata del único itinerario, afortunadamente, ya que también encontramos otros, como los caminos de Mozart, de los vikingos o la ruta europea del patrimonio judío —algunos de ellos muchos más extensos que los Caminos de Santiago, incluso. Esta serie de recorridos ayuda a perfilar aquel constructo cultural que podemos concebir como Europa, en sus luces y sombras históricas, así como en la plenitud de sus contradicciones. Ayuda a comprender que aquella identidad territorial, administrativa y cultural no es monolítica, sino compleja y en constante transformación y resignificación, y que, precisamente, y como su leit motiv lo señala, la Unión Europea funda su riqueza en la “unidad en la diversidad”.

Asimismo, los propios senderos que hacen al Camino son en la actualidad testimonio de la labor de la Unión Europea al servicio del patrimonio de sus Estados miembro. Entre 2015 y 2017, los tramos finales del Camino que se encuentran en la Comunidad Autónoma de Galicia fueron restaurados con financiamiento del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER) de la UE. Se invirtieron unos 2.900.000 de euros, de los cuales 2.500.000 fueron provistos por la UE, para la mejora de los senderos y colocación de señalética: mojones —aquellos monolitos de cemento que nos traen la buena nueva de los kilómetros avanzados y que nos orientan como faros cuando creemos haber perdido la ruta—; flechas –las famosas flechas amarillas que uno ve hasta en sueños—; y azulejos con caracolas doradas sobre fondos azules, isologotipo del Camino de Santiago desde la Edad Media, que indican que uno está, literalmente, por buen camino.

Destacar al FEDER no es inocente de mi parte, ya que, justamente, fue uno de los instrumentos que utilizó la Comisión Europea para ir lentamente tejiendo la malla de la integración y la interconectividad europea, conforme se sumaban nuevos miembros. La importancia de los FEDER radica en que contribuyen a fortalecer la cohesión socioeconómica de la Unión, intentando suplir las diferencias y los desequilibrios entre sus miembros. Es, precisamente, uno de los elementos armonizadores que permite que entidades tan disímiles puedan coexistir en un mismo proceso político.

Por último, y no por ello menos importante, la diversidad y riqueza cultural del Camino se expresa a través de la colección de experiencias que uno va recolectando a lo largo de los kilómetros: los idiomas que atravesamos (con más o menos éxito, nosotros pasamos del francés de nuestro punto de partida, al portugués y luego al gallego, para llegar finalmente al español que habitamos lingüísticamente); las comidas que degustamos, los museos recorridos y las personalidades (históricas o actuales) que vamos conociendo. Es una lección de historia, como también lo es de vida.

Hoy en día arrancamos caminando con nuestro equipamiento comprado en Decathlon y volvemos en avión luego de llegar a destino, pero no siempre fue así: en algún momento de la historia, llegar a Compostela —si se llegaba— implicaba sobrevivir a enfermedades, bandidos e inclemencias climáticas y geográficas. Muchos incluso no regresaban jamás, porque preferían instalarse allí antes que recorrer nuevamente los cientos de leguas que los separaban de sus hogares, si no es que no terminaban sus días descansando en el cementerio de peregrinos, que se construyó al lado de la Catedral, para que todos aquellos que no superaban la prueba encontraran al menos su camino a las puertas del cielo. Compostela se hizo así una ciudad cosmopolita, metáfora de la Europa en ciernes.

Esta breve experiencia de peregrinaje continental —cada vez son más las personas que hacen el Camino con una vocación deportista o espiritual no religiosa, en mi caso creo que hasta tuvo un cierto impulso federalista— me recordó una serie de lecciones importantes sobre las condiciones de posibilidad de la integración regional vis-à-vis en el Cono Sur. No sólo se requieren valores y visiones compartidas, sin duda el punto de partida inevitable, sino también infraestructura y conectividad física para materializar las libertades de circulación, así como una importante voluntad política, que se manifieste a través de una arquitectura institucional que permita saldar las asimetrías, allí donde son más visibles.

 

Micaela Finkielsztoyn es Licenciada en Letras (UBA) y Magister en Relaciones Internacionales (UTDT-Sciences Po). Diplomática de carrera, cumplió funciones en el Instituto Rio Branco (Brasil) y en la Embajada Argentina en Francia, donde se encuentra actualmente. Docente de Relaciones Internacionales y Diplomacia en la UBA (grado y posgrado) y en la UCES, se encuentra cursando un máster especializado en Asuntos Públicos Europeos en la Escuela Nacional de Administración de Francia. Es miembro consultora del CARI.

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