04/06/2020

El sitio vacío

 

En los últimos días el contrapunto entre dos imágenes inundó las redes. Se trata de la visión desde la altura de la clásica platea de un teatro a la italiana y la misma vista, de la misma platea, después de aplicar las normas de distanciamiento sanitario.

En la primera, señalada con la palabra “antes”, el foco está centrado en la disposición regular de las filas de butacas en secciones circulares paralelas: plenas, aterciopeladas, con la latente vibración de los cuerpos que estuvieron allí, los que en algún momento volverán, los sonidos, las emociones, en fin, el emblema de un espacio y unas prácticas culturales que ocurren según rituales precisos que vienen cultivándose desde hace siglos, se conservan y a la vez se recrean y revisan críticamente en el encuentro con lo contemporáneo.

En la segunda, señalada como “ahora”, la foto muestra la brutal mutilación del teatro como espacio social: se rompió la armonía de la réplica del segmento curvo, se desgarró esa latencia de las presencias de cuerpos, sonidos, miradas, emociones, se quebró la continuidad del espacio, y con él la de un ritual.

Pero no escribo estas líneas para defender la continuidad del teatro de ópera o de cualquier tradición específica, sino que estas imágenes activaron una vez más la pregunta que algunos venimos repitiéndonos desde hace semanas en este contexto global de emergencia sanitaria en torno a qué es “lo necesario”. Si este tiempo en suspensión sirve para cuidarnos y preservar la vida humana, debería servir además para poder pensarla. Y lo sabemos, la vida humana es en sociedad, es con y entre otros. Entonces, si acordamos que esto es constitutivo de la vida, tanto como se tiene la certeza de la necesidad de vivir considerando seriamente el medio ambiente (que es de momento el único espacio que se ha beneficiado con esta crisis), ¿cuál es la forma de lo social que deseamos restituir para reponer lo humano en el mundo?

Vuelvo al contraste de las imágenes. ¿Qué cuenta esta decisión de mutilar el espacio teatral, más allá de la respuesta rápida de superficie ligada estrictamente al “adaptarse” a la situación actual de distanciamiento preventivo? ¿Qué entendemos por “adaptarse”? La humanidad ha pasado traumas fuertísimos, hombres, mujeres, niños lograron encontrar una cotidianeidad en las condiciones más extremas. Pienso, por ejemplo, en los campos de concentración en donde quienes los sufrieron se adaptaron hasta un límite hasta entonces inimaginable. Sin embargo, lo primero que buscaron quienes lograron sobrevivir, fue restablecer la condición humana en sus vidas: recuperar sus lazos familiares, amistades, sus sitios de pertenencia, o mudarlos, después de haber verificado que no era allí adonde se deseaba volver para reiniciar el resto de la vida.

Entonces, y para seguir con el caso de las butacas del teatro como ejemplo para pensar, en este momento en el que quienes nos dedicamos a la cultura asistimos a la suspensión de los formatos habituales en los que ella se produce y circula socialmente, ¿por qué elegir el regreso a las prácticas anteriormente instaladas, momificándolas? ¿Por qué operar como un taxidermista que en vez de pensar en proteger a una especie de aves en peligro de extinción retiene su imagen en vuelo, como si eso permitiera conservar todo lo que significa esa especie dentro del ecosistema en el que actúa? 

Si coincidimos en que dentro de las actividades culturales, el teatro es una de las que más rápidamente podemos reconocer como un hecho social -entre otras cosas porque ocurre en un espacio ocupado colectivamente, porque se dirige a una comunidad con la que busca pensar, a quien interpela y, en palabras de Bertolt Brecht, cuyo sentido “es decir aquello que tiene importancia desde el punto de vista social” que provoque asombro, reflexión y mueva de la inercia al espectador-, en esta versión mutilada del teatro, ¿qué es lo que se estaría rescatando? ¿Qué habría quedado del hecho social, de sus rituales, de su capacidad de activación de pensamiento, de la latencia?

¿Vale la pena “adaptarse” a eso o en verdad en ese tipo de adaptaciones estamos perdiendo un fragmento de humanidad, en la medida en que identificamos humanidad con sociedad y ambas con cultura? Porque, también, convengamos que puestos a responder qué es lo necesario, obviamente ante ese abismo entre vida y muerte en el que se nos pone con los discursos de este presente pandémico, lo único necesario realmente es preservar la vida. Pero, como ya estamos demasiado lejos de aquellos tiempos prehistóricos, como mucha agua corrió bajo los puentes y mucha cultura construyeron las sociedades en todo momento y lugar (y seguramente seguiremos haciéndolo), ¿cómo nos pensamos con/en/a ese capital construido a lo largo de los siglos? ¿Qué futuro deseamos para la producción cultural?

Pensar (en) la emergencia no es sencillo. En las primeras semanas de la imposición del confinamiento en distintas partes del mundo, todos fuimos ensayando maneras de “adaptarnos” a esto que se entendió como temporario. Armamos rutinas cotidianas en esa larga y diversa variedad de acciones que se han descripto ya muchas veces, ensayamos maneras virtuales para encontrarnos con los otros, para dar clases, para seguir manteniendo vivos los proyectos. Pero con la certeza de que es temporal. De que estas adecuaciones, además, sólo alcanzan a una porción de las sociedades del planeta, ya que otra parte es la que trabaja para que aquello pueda ocurrir, y otro segmento queda excluido de una u otra opción; en suma, las diferencias se profundizan.

Entonces, quienes tenemos el privilegio de poder quedarnos en casa, tenemos la responsabilidad de pensar con esta condición de excepción y encontrar las vías para abrir la discusión acerca de lo necesario, sin ponernos esencialistas sino, justamente, socializando la problemática y tratando de encontrar alternativas que sean incluso superadoras de las condiciones preexistentes.

Así, si definimos al teatro desde su condición de hecho social, y pensando en la urgencia, ¿por qué no re-imaginar el espacio público como el lugar para el teatro? ¿Por qué no dejar en suspenso, el tiempo que sea necesario hacerlo, aquellos formatos tradicionales? ¿Cuál es la necesidad de convertir al teatro en un Frankenstein? O es que quizás ya lo era, al menos en términos del “hecho social” entendido como un activador de conciencia crítica y, por tanto, este gesto mutilador lo que hace es mostrar las formas en que el capitalismo reconvierte el espacio para hacer de él un sitio aún más elitista de lo que era.

Quizás el vacío que muestra este nuevo ritmo de butacas en la sala del teatro no sea sólo el que literalmente vemos, sino que lo que en gestos como ese está vacío es el lugar del otro, asignándole al sistema ese lugar pero olvidando que el sistema sin los sujetos no funciona. Entre tanto, el otro sitio vacío en decisiones como esa es el lugar del pensamiento. Entonces: no nos adaptemos, sigamos pensando.

 

Diana Wechsler es historiadora del arte e investigadora principal del CONICET. Es Directora del Departamento de Arte y Cultura de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina.

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