17/07/2023
Negociado desde hace más de 20 años, ambicioso en su época y con el objetivo de establecer una relación política basada en el libre comercio, el acuerdo de asociación entre la Unión Europea y el Mercosur ya no responde a las expectativas actuales. Es difícil imaginar cómo podría concretarse y luego ser ratificado por los parlamentos.
El mundo cambió. Europa, sacudida por el Brexit y fragilizada por el Covid, pero fortalecida por la guerra rusa en Ucrania, ya no es la misma. Además, el Acuerdo de París sobre el cambio climático adoptado en 2015 se ha erigido como un hito del siglo XXI. Los negociadores europeos y latinoamericanos ya no pueden ignorarlo.
América del Sur también cambió. En una mundialización tambaleante, se ve sacudida por movimientos de placas tectónicas que la acercan a una China que aspira al liderazgo de un “Sur global” emergente. Paralelamente, se aleja de los Estados Unidos, replegados sobre sí mismos -una evolución significativa luego de siglos de intervencionismo “gringo”. En ese contexto, los gobiernos de América Latina no ven el sistema de integración europeo como un modelo. Ya histórica, la alternativa europea ha perdido su aura en el curso de procesos electorales más o menos accidentados que, a ambos lados del Atlántico, dejan cada vez más espacio a los demagogos y populistas. La referencia sociológica y cultural es cada vez menos pertinente, entre una Europa que envejece y una América Latina más joven. Para la mayoría de los políticos de América Latina, hombres y mujeres, un acercamiento sería percibido como un alineamiento.
Sin embargo, América y Europa se necesitan mutuamente. Aunque más no fuera porque en cada uno de los dos continentes, más de cinco millones de refugiados escapan de la guerra o las privaciones, de situaciones indignas inimaginables hace apenas algunos años. Tanto Europa como América Latina tienen en común una base de valores que privilegian la libertad individual y el respeto de la persona humana que los diferencia; los sistemas europeo y latinoamericano de derechos humanos son los garantes de la universalidad de estos derechos fundamentales, y deberían ser el cimiento de su relación. Nuestros países comparten, esencialmente, una responsabilidad particular: con respecto a sus pueblos en primer lugar, y en favor de un mundo más libre, basado en el Estado de derecho, en segundo término.
En ocasión de la visita que efectuó a Europa hace algunos días, y en víspera de nuevas consultas a Bruselas entre la Unión Europea y el bloque latinoamericano en conjunto, el presidente Lula dejó claro que las expectativas sobre el medio ambiente de la UE, esgrimidas en particular por Emmanuel Macron, eran inaceptables.
Siempre voluntarista, Francia se ha adelantado, corriendo el riesgo de ser acusada de proteccionismo. La realidad es un tanto diferente: si bien es cierto que los agricultores franceses temen la competencia del resto del mundo, es porque Europa es un mercado muy abierto, que ha firmado acuerdos con numerosos países y grupos de países. Los países europeos no temen a la competencia, sino al exceso de competencia en condiciones que los dejen en posición de vulnerabilidad si todos los productores no respetan las mismas normas. Una globalización feliz debe basarse en el respeto de las mismas reglas por parte de todos. El debilitamiento de la Organización Mundial de Comercio revela su incapacidad de imponerlo. Es impensable que las empresas europeas se vean obligadas, con razón, a no participar directa o indirectamente en la deforestación de las grandes cuencas tropicales -esenciales para el clima y la biodiversidad- pero que otros ofrezcan los productos resultantes de esta misma deforestación a los consumidores de los 27 Estados miembros.
La ecuación agricultura/clima, aparentemente irreductible, parece cristalizar la oposición al acuerdo entre la Unión Europea y el Mercosur. Sin embargo, todo es negociable. Lo cierto es que esta parte del acuerdo no es más que la punta del iceberg: las resistencias son muchas, y se expresan tanto de un lado del Atlántico como del otro. Por ejemplo, los industriales argentinos y brasileños, por no tomar más que un caso, nunca han ocultado su escaso interés por este acuerdo, que los amenaza directamente. En un momento en que Lula -que además se enfrenta a un Parlamento controlado por la oposición- anuncia una vasta operación de reindustrialización, no va a someter a las empresas de su país a la presión de una avalancha de productos europeos. Los agricultores franceses tienen espaldas anchas: detrás de ellos acechan todos los opositores al acuerdo. La suma de estas oposiciones es actualmente más fuerte que la de las ventajas, aunque sean reales, de tal asociación entre los dos bloques: sean cuales fueren sus méritos, el acuerdo ya no responde a las expectativas depositadas en él.
En un mundo dividido, exacerbado, agitado por juegos de influencia, que ha perdido sus referencias comerciales, es hora de reinventar las asociaciones internacionales para responder a las necesidades de nuestro tiempo y, ante todo, resistir a la tentación de encerrarnos y replegarnos sobre nosotros mismos. Proteger el planeta, modificar los paradigmas energéticos, garantizar la universalidad de los derechos humanos, integrar la digitalización de las economías, crear un nuevo multilateralismo participativo que incluya a la sociedad civil… La lista de desafíos que se nos imponen es larga. No perdamos tiempo con un borrador de acuerdo que nos retrotrae al siglo XX y destaca lo que nos divide. Recreemos los lazos políticos que permitirán a nuestros dos continentes ser los motores democráticos de una nueva prosperidad verde, mejor distribuida, como lo exige la urgencia planetaria del cambio climático. Y, además, ¿cómo imaginar un acuerdo entre nuestros dos espacios que no tenga en cuenta el crecimiento demográfico y económico de África, que en el futuro será, forzosamente, el nexo entre América y Europa?
Pierre Henri Guignard fue embajador de Francia en Argentina (2016-2019). Ex secretario general de la COP21, es ahora presidente de «le groupe comuni.can.do»
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